En el año 1985 el Sahara era un lugar acogedor y agradable. Muchos viajamos hasta allí buscando vastos horizontes donde encontrarnos con la naturaleza más hostil e indómita que nos hacía pensar, al menos por unos días, sobre nuestro papel en el universo. Dormir bajo las estrellas es siempre un espectáculo agradable. Hacerlo en la inmensidad del Gran Plató es uno de los espectáculos que te hace consciente de tu insignificancia en este universo. No somos más que uno de lo granos de arena que molestan nuestros ojos. Bueno cuando es una tormenta de arena a 80 kilómetros por hora, mejor ponte a recaudo de esos granos de arena que se mueven como bandadas de estorninos. Aquí, en la urbe de corazón de cemento, una introspección se hace hoy difícil en una sociedad urbana y desnaturalizada.
Pero además hoy esto ha cambiado y el desierto del Sahara se ha convertido en un lugar inhóspito y peligroso. En lo esencial no ha cambiado su naturaleza: largas pistas polvorientas y llenas de baches como trampas, ausencia de agua y combustible en tramos de hasta 500 kilómetros, poca población y unas montañas desafiantes. Las cumbres del Assekrem nos esperan para ofrecernos al amanecer un horizonte infinito de colores rojos y naranjas dominados por un sol que sale tras la línea de montañas que nos esperan los próximos días de viaje.
Lo que ha cambiado y mucho es el personal que deambula por estos lugares. Traficantes de almas y redentores de pueblos que ellos mismos esclavizan con ideologías totalitarias. Seguidores de un Islam extremo que se ha deshumanizado y como no quieren espectadores lo más sencillo es matarlos cuando no pueden pedir una recompensa por sus vidas.
Para ir al Sahara argelino hemos usado los puertos de Málaga y Almería con destino a Melilla. Es una buena opción para abastecernos de los últimos elementos: gafas de sol, relojes baratos, latas de cerveza, vaqueros, bolígrafos y en fin cualquier cosa que nos pudiera servir durante el viaje y podamos vender en las gasolineras y los zocos. Las gafas de sol y el colirio para los ojos era una cosa muy solicitada, aunque claro lo mismo nos compraban en un camping un traje de rallas en lana inglesa, con 20 años, que un vestido de novia. Por supuesto relojes de cualquier marca o ruedas de coche tenían venta inmediata. Una invitación a unos mejillones en escabeche y unas sardinas en aceite, acompañadas por unas cervezas se transformo, en unos minutos, en una fiesta multiétnica que nadie del lugar quiso perderse.
Hechos los aprovisionamientos, desde aquí una carretera hacia el Este llega hasta la misma frontera tras atravesar Marruecos, entre conductores camicaces. De todos los trayectos posibles es bueno hacer el que te lleva hasta la frontera en un pueblo llamado Fighit. Este lugar rodeado de una muralla de adobe rojo y huertos en medio del palmeral. Es el primer y cálido contacto con la africanidad cercana y en algunos aspectos familiares para los que procedemos de este sur heredero de recuerdos y estéticas árabes.
Nuestra meta final era Djanet, lugar de resonancia histórica gracias a sus extensos lugares prehistóricos con las pinturas rupestres que Herny Lhotse dio a conocer al mundo que entonces pudo comprobar que el cambio climático no es algo nuevo ya que donde hoy solo hay piedras y arenas hace apenas 3.000 años vivían numerosas comunidades y hace 6.000 eran praderas y arboledas acogedoras para la vida de hombres y animales como nos lo recuerdan los grabados en sus rocas.
Pero para llegar allí atravesamos lugares maravillosos, como la mítica Tamanrasset, cerca de las montañas del Hogar. Cruce de caminos donde el mercado de camellos es uno de los más importantes del desierto. Aquí aun se trafica con personas. Tratar aunque fuera brevemente con tuaregs y otros habitantes y ya de regreso descansar en una tetería de In Salah. El regreso es una buena opción hacer una pausa en el gran palmeral de El Golea, la mayor conurbación de palmeras del desierto. Dicen que unas 300.000 muy concentradas en este lugar muy poco descubierto, aun, por el turismo. Fue aquí donde conseguimos rosas del desierto y puntas de flecha de silex gracias a la complicidad de un guía local. Los fondos de hogueras, limpiados por el soplo permanente del viento nos mostraban sobre los bordes de un antiguo lago un rosario de restos prehistóricos con puntas de flechas, cuentas de cáscara de huevo de avestruz, piedras de almagra y otros restos que han soportado las inclemencias del tiempo durante miles de años.
Una de las piezas traídas por un amigo, en el fondo de su Land Rovers, en uno de estos viajes lo tiene en su magnifica colección el malagueño Félix Gancedo. Muchos años después volví a ver esa curiosidad de la naturaleza en la vitrina que la preserva. Para mí que ha perdido brillo y viveza, pero recuerdo la emoción de encontrar bajo las arenas del desierto, por primera vez, un cristal de 30 kilos en forma de amalgama de flores pétreas de color canela. Volver hoy por una piedra similar sería un suicidio.
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